Estética de los espantos argentinos

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Los espantos. Estética y postdictadura (Cuarenta Ríos) es el nombre del libro con el que la doctora en filosofía Silvia Schwarzböck irrumpió en el debate intelectual argentino. Ensayo “de terror”, donde Adorno se cruza con Fogwill, Firmenich con Alejandro Rubio, León Rozitchner con Lucrecia Martel y el menemismo con Salvador Benesdra, Los espantos invoca los setenta y la postdictadura en tanto objetos estéticos y al hacerlo revisa las aporías de un país abrazado a una “única vida posible”: la “vida de derecha”. En tiempos de espantos crecientes,conversamos con Schwarzböck sobre la lucha armada, la postdictadura, la no verdad en los años de Trump y Bolsonaro, el “giro politológico” que no comprende los giros del mundo, la seducción del fascismo, el kirchnerismo y la mentira compartida de Cambiemos.

 

¿En qué se diferencian los “espantos” de otras lecturas de la postdictadura, como la idea de “democracia aterrorizada” de León Rozitchner, o la “herencia” de la que hablaba Fogwill?

La diferencia principal, para mí, es que los espantos aparecen. Son materia sensible, imagen, apariencia, objeto de la estética (o del materialismo estético, al menos, que yo intento hacer). No son un concepto. Los espantos aparecen, fuera de foco, en La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel. Y los ven, sin poder pensarlos (porque ellas mismas los encarnan), las mujeres sin cabeza, como la tía Lala (el personaje de María Vaner, una bruja gagá). Están presentes, como materialidad, en la baja definición del VHS, en el video de casamiento en el que Lala, dos veces, confunde a los vivos con los muertos. Y en toda la casa, cuando ella no los mira –según dice– para que se vayan. El epígrafe del libro, por eso, es una frase de Lala: “Son espantos: no los mires y se van”. Lala se la dice a Vero (María Onetto), su sobrina, a la que le falta poco, después de chocar con su auto (sin saber si mató a un perro o a un niño), para convertirse en ella. A su otra sobrina, Josefina (Claudia Cantero), le falta poco, también, para el pináculo de la boludez. Pero es una boluda autoconsciente, como diría Alejandro Rubio. Es la que le dice a Vero, hablando de Lala, que todas las mujeres, en esa familia, terminan locas, postradas en la cama, viendo la tele hasta morir. Los espantos, como ensayo de terror, intenta pensar, en su devenir hacia lo explícito, qué es lo que ve Lala, horrorizada, sin poder pensarlo (no puede pensarlo, hacerlo objeto, porque ella misma es ese horror). La materialidad de lo muerto-vivo, de lo postdictatorial en la Argentina, cuando se hace sensible, se hace sensible no en una estética del silencio, de la negatividad, de lo indecible (una estética post-Auschwitz), sino en una estética explícita (una estética proto-Guantánamo). León Rozitchner y Fogwill, en cambio, con los conceptos que ustedes mencionan, piensan la impotencia de la democracia: todo lo que ella no puede, por haber sido el último paso (la coronación del triunfo) del Proceso de Reorganización Nacional (el nombre que la dictadura se dio a sí misma y por el que Fogwill insiste en llamarla). La actualidad de ellos dos, más allá de que no soy rozitchneriana ni fogwillista, es absoluta.

 

¿Por qué abordar desde la estética tanto a la experiencia política revolucionaria de los años 70 como a la postdictadura? ¿Qué posibilita la estética que otras perspectivas no?

A la estética la exige el objeto. No se trata de que yo la elija, como perspectiva de lectura, entre otras posibles. El subtítulo de Los espantos (Estética y postdictadura) anticipa, de algún modo, que la postdictadura es, ante todo, un objeto estético: la estetización de una derrota donde no hubo una guerra, la santificación de la vida de derecha, como la única vida posible, mientras la vida verdadera, a la que aspiraba la vida de izquierda (bajo la figura de la patria socialista), queda asociada, de 1983 en adelante, a la desaparición y el exterminio de sus militantes. El objeto estético “postdictadura”, desde un comienzo, es una paradoja. Pero una paradoja que, en lugar de apelar al tópico de lo irrepresentable, lo indecible, lo inexpresable (la estética del silencio), entra, rápidamente, en el tópico contrario: es una máquina de producir ismos, representaciones, imágenes, textos, testimonios, documentos, documentales, películas, obras artísticas de todo tipo, buenas y malas. Las organizaciones revolucionarias, en cambio, son un objeto estético por la experiencia opuesta: la experiencia del Pueblo como algo irrepresentable (como el portador de la vida verdadera, una vida desconocida, no vivida aún). De esa experiencia, los ismos de la postdictadura son incapaces. Ellos sólo conocen, hecho número, al Pueblo representado, al Pueblo cuantificable, al Pueblo que vota. La estética permite abordar, desde la perspectiva de la no verdad (desde la producción de apariencia, imagen, texto, documento, proclama, consignas, imperativos, cánticos, leyenda, mito, tragedia) a los ismos revolucionarios, que tenían como meta la vida verdadera (la vida justa, la patria socialista). Leídos en clave materialista, se advierte que su relación con el Pueblo está dada, en realidad, por un sentimiento estético, el sentimiento de lo sublime: la presencia numérica del Pueblo no es necesaria no porque las organizaciones sean soberbias o mesiánicas, sino porque el Pueblo, en nombre del cual actúan, es un Pueblo irrepresentable.

Para entender esta inconmensurabilidad entre nuestra noción de Pueblo cuantificable (afín a la politología, una ciencia de la democracia) y aquel sentimiento del Pueblo irrepresentable (afín a la estética de lo sublime, propia de la modernidad filosófica), no hay que perder de vista que las organizaciones revolucionarias todavía operan dentro de la lógica moderna Razón-Revolución. El Pueblo irrepresentable, como portador de la vida verdadera, no es una figura que pueda transcribirse, punto por punto, al vitalismo contemporáneo. La revolución de la militancia revolucionaria de los años setenta pertenece, con su idea de enemigo, de Patria (socialista) o Muerte, a la lógica de la Guerra Fría. No es asimilable a los “inconscientes que protestan” o a las “subjetividades disidentes”, de Deleuze-Guattari, o a la revolución molecular, las cartografías del deseo, y la lógica de un mundo de posibles de Guattari sin Deleuze, que permiten pensar, dentro del capitalismo, las luchas micropolíticas contemporáneas.

 

¿Desde la estética la lucha armada podría leerse como “error”, como “suicidio político”, como “mesianismo”, que son acusaciones que se le suelen hacer tanto desde la derecha como desde la propia “autocrítica” de izquierda?

No, todo lo contrario. Desde la estética materialista queda aún más claro cuán de derecha (o cuán ideológicamente reaccionaria) fue –y es– la teoría de los dos demonios: no se puede juzgar en términos de error (en términos de conocimiento) el juicio estético de las organizaciones revolucionarias. Incluso León Rozitchner, aún con buenos argumentos (como el de “en la guerra ganan ellos, en la política ganamos nosotros”), se equivoca, para mí, en este punto. Para él, la derrota demostraría el error de la lucha armada (él habla, además, en términos de guerra, una guerra que la gana la derecha, porque siempre es la derecha la que gana en la guerra). Creo que, en parte, es su antiperonismo furibundo el que no le permite pensar en términos estéticos (aún siendo materialista) la relación de los revolucionarios con el Pueblo y el que lo lleva a preguntarse, de manera obsesiva, cómo puede ser que el Pueblo (el Pueblo que yo llamo irrepresentable) ame a Perón, que es –según él– sustancialmente de derecha.

A la derecha le complace demasiado escuchar a un ex militante revolucionario (o, si no, a alguien de izquierda) decir que la praxis armada “fue un error”. Las personas de izquierda (de izquierda peronista o no peronista) no podemos pedir “autocríticas” de la experiencia revolucionaria o hablar de errores o de mesianismo, como hacen las personas de derecha. Las organizaciones revolucionarias ya hicieron, públicamente, su autocrítica. Por eso incluyo en Los espantos, al comienzo del primer capítulo (bajo el título de “El amor a los enemigos”), una parte de la autocrítica que Mario Firmenich lee, en 1995, recién indultado, en Tiempo nuevo, el programa de TV de Bernardo Neustadt (y que está disponible, completo, en la web). Después del indulto a los jefes guerrilleros, Firmenich dice que él hace pública su autocrítica, en el programa político de mayor audiencia de aquella época, porque, antes que él, el General Martín Balza, Jefe del Ejército y Comandante de las Fuerzas Armadas del gobierno de Menem, ha hecho pública la suya, en nombre de las fuerzas armadas.

 

Decís que una característica de la postdictadura es la consagración de la vida de derecha como la única vida posible. ¿Ves un diálogo posible ahí con la idea de “realismo capitalista” de Mark Fisher?

El pensamiento de Fisher es más afín, en Realismo capitalista, a la economía libidinal. Lo que piensa, como problema de la industria cultural, en la relación entre capitalismo y deseo, entre depresión y consumo. Cómo el capitalismo está entramado con el deseo. Desde esta perspectiva (y no sólo por ser eurocéntrica), nunca podría haber habido revoluciones, sobre todo después de la segunda posguerra, salvo en países pobres del Tercer Mundo (como pensaba Adorno, discutiendo con Marcuse). Tampoco se entiende, salvo en términos de insatisfacción, un triunfo democrático del socialismo real, como el de Allende en Chile. Cuando Guattari, en la década del 60, habla del nuevo régimen del capitalismo, el Capitalismo Mundial Integrado (CMI), que da un lugar central a la subjetividad e instrumentaliza las fuerzas del deseo y las fuerzas creativas como su fuente principal de extracción de plusvalía, incluye en ese concepto a los países del bloque socialista. Al comunismo, desde la economía libidinal, se lo piensa como siendo ya, como su otro necesario (necesario para expandirse), parte del capitalismo.

Los espantos, en cambio, trata de pensar cómo la vida de derecha puede llegar a santificarse a partir de 1984, cuando la sociedad argentina se buenifica a sí misma y convierte en Mal Absoluto, exclusivamente, a la dictadura. Piensa esa santificación como una operación estético-política muy compleja (que demanda toda una serie de ismos, los ismos de la postdictadura, que ocupan el capítulo 2), porque necesita convertir a toda clase de violencia en violencia simbólica: la lucha a muerte, en democracia, debería ser, siempre, sin excepción, lucha a muerte dentro del discurso. Y, materialmente, no lo es.

“Los espantos trata de pensar cómo la vida de derecha puede llegar a santificarse a partir de 1984, cuando la sociedad argentina se buenifica a sí misma y convierte en Mal Absoluto, exclusivamente, a la dictadura”

En el libro hablás de un giro hacia la no verdad, hacia la ficción tras la caída del “fantasma soviético”. Hoy estamos en un contexto en el que emergen líderes como Trump o Bolsonaro, que ganan con discursos que incluyen alusiones y amenazas a los “rojos”, al “marxismo cultural”. ¿Puede pensarse desde la no verdad esas alusiones fantasmagóricas, este ascenso de discursos que desde el liberalismo o la izquierda se observan como “paranoicos” o incluso “caricaturescos”?

Hay que pensar a la extrema derecha (y a toda derecha), prioritariamente, desde la perspectiva de la no verdad. Pensar de qué modo ella se hace sensible, de manera específica, en el siglo XXI, cuando los dispositivos psicológico-tecnológicos para explotar la sensibilidad son cada vez más sofisticados. Es fundamental la pregunta que ustedes se hacen, porque pareciera que el rechazo absoluto a la extrema derecha viene acompañado, sin más, de la imposibilidad de pensarla. Si pensás la extrema derecha –pareciera ser–, te convertís, al instante, en piedra, como la Medusa. Entre ella y nosotros –se da por sentado– no hay nada en común. Entonces, no se entiende cómo gana una elección. Lo único que se quiere entender, a partir de ahí, es por qué gana: cuáles son las causas del error (sólo por error alguien podría votarla). Este giro interpretativo actual (un giro hacia la politología, la ciencia de la democracia) es muy interesante, porque cuando uno lee lo que escribieron sobre el fascismo y el nazismo, desde la posguerra, autores como Bataille, Benjamin, Horkheimer, Adorno, Brecht, Marcuse, Gramsci, Pasolini, Vittorini, Foucault, Deleuze, Guattari, Lacoue-Labarthe, Nancy, Kluge, Sontag, o Agamben, la pregunta que subyace en sus textos, la pregunta de fondo, es cómo no hacerse fascista, si todo aquello con que se estimula al sujeto, en el capitalismo, es fascista. La extrema derecha es el fascinante fascismo, como le llama Sontag a la estética de Leni Riefenstahl. Es una máquina infalible de seducción inconsciente en una sociedad donde el inconsciente, sistemáticamente, es explotado de manera fascista. Cuando Adorno está exiliado en Estados Unidos, durante los años de Hitler, les dice a sus padres, en una carta, que nada sería más fácil, en la sociedad estadounidense, que implantar un gobierno fascista.

Frente a Trump y Bolsonaro, en cambio, parece bastar la politología: “tratemos de entender, solamente, por qué estos monstruos impresentables ganan las elecciones”. Los intelectuales orgánicos de la extrema derecha, mientras tanto, parecen haber encontrado en el marxismo cultural (o “los rojos”) un enemigo a medida: que la izquierda esté dentro del sistema educativo público (escuelas, universidades, centros de estudiantes, sindicatos docentes), en lugar de afuera, la hace más poderosa. Que el pensamiento de izquierda o contestatario se estudie en las universidades, a la extrema derecha, no la tranquiliza. La profesionalización e institucionalización de todas las prácticas, también de las prácticas artísticas, desde la perspectiva de extrema derecha, no neutraliza sus contenidos. Todo lo contrario: los hace más accesibles a todas las clases sociales, en la medida en que la universidad, en las últimas décadas (aunque en algunos países más que en otros), es cada vez más inclusiva. En este sentido, la derecha entendió bien. Que la izquierda tenga acceso a una parte estratégica de los aparatos ideológicos del Estado (la cultura y la educación, sobre todo la educación superior), que forme a un número cada vez mayor (y más policlasista) de profesionales, le resta poder a la derecha (de todo signo) en una esfera a la que ella, como nunca antes, considera estratégica. No basta, para la hegemonía, con las redes sociales y los medios de comunicación.

 

Decís que el Pueblo, el pueblo irrepresentable, tras la derrota, se vuelve inconcebible. ¿Qué es lo que recuperaba el kirchnerismo cuando hablaba de “pueblo”, cuando postulaba una narrativa que incluía a los sobrevivientes de los 70 pero también a una nueva generación que parecía imitar las formas gestuales de aquellos años? ¿Vuelve a aquel pueblo irrepresentable de los 70 o proyecta otro tipo de no verdad?

En la experiencia de diciembre de 2001, haciendo caer al gobierno de la Alianza, el Pueblo representado, el pueblo numérico, se identifica, por primera vez desde 1984, con el Pueblo irrepresentable. Durante los años 90, el Pueblo irrepresentable había resurgido, como sujeto sin vocación estatal, en el movimiento piquetero. La voz del Pueblo irrepresentable, desde los años 90 hasta el 2003, la llevan adelante los movimientos piqueteros. La apelación al Pueblo que el kirchnerismo hace desde el Estado, a partir de 2003, es a ese Pueblo representado que ya se identifica (o, si no identifica todavía, para que se identifique), con el Pueblo irrepresentable del presente: el Pueblo que será el futuro sujeto de la AUH, el Pueblo que no puede ser clase trabajadora, porque no hay trabajo, ni que podrá convertirse, en su totalidad, entre 2003 y 2015, en clase trabajadora.

El kirchnerismo no puede volver a la misma figura del Pueblo irrepresentable que las organizaciones revolucionarias, básicamente, porque no puede prometer la patria socialista, después de la dictadura y del ciclo económico neoliberal que termina en el estallido de 2001, sino la AUH, el desendeudamiento y la reindustrialización. El kirchnerismo nunca prometió, junto con la apelación a que el Pueblo representado se identifique con el Pueblo irrepresentable, recuperar la idea de patria socialista. Lo que prometió es un capitalismo serio, crecimiento con inclusión, y ampliación de derechos (uso términos de Cristina). La palabra socialismo nunca estuvo en el programa kirchnerista.

 

Afirmás que el menemismo pone en evidencia hasta qué punto los poderes que habían vencido en la dictadura se vuelven en poco tiempo compatibles con la democracia hasta el nivel de tener la capacidad de, cuando un ismo se agota, reemplazarlo por otro sin fisuras, es decir, sin que la estructura económica se agote. ¿Cómo pensar el kirchnerismo en esa lógica? ¿Hay algo que se mueve?

Cualquiera se da cuenta, si analiza los tres gobiernos kirchneristas, que resultó más fácil sancionar la AUH que derogar la ley de entidades financieras de Martínez de Hoz. O que no puedo hacer que los jueces o la renta financiera pagaran ganancias, mientras les decía a las centrales gremiales que el impuesto a las ganancias es un impuesto progresivo. El kirchnerismo tuvo un discurso combativo, sin ser clasista. Buscó desarrollar las fuerzas productivas, sin cambiar las relaciones de producción. Pero, aún así, siempre representó a los más débiles frente a los más fuertes.

Durante la crisis mundial de 2008, cuando era, en ese momento, presidente del PJ, Néstor dice, en el acto en que Hugo Moyano asume, reelecto, como Secretario General de Camioneros, “vamos a ser heterodoxos, keynesianos y peronistas, con pluralidad. No nos vamos a sentar a ver cuántos trabajadores dejamos trabajando y cuántos se van a la casa”. Es imposible pensar al kirchnerismo, incluso para sus propios militantes, fuera de la dinámica capitalista. Y la dinámica capitalista consiste, de manera cada vez más acelerada, en hacer que nada dure, ni lo bueno ni lo malo. Y que no se pueda diferenciar, mientras tanto, qué es principal y qué es secundario, qué es irreparable y qué no, qué puede volver y qué llegó a su fin. Entre la transnacionalización de la economía que hizo la dictadura y la que está sucediendo bajo el gobierno de Cambiemos hay una continuidad que no está tallada en piedra. Es una continuidad en la fluidez. Y los flujos, como sabemos, no se territorializan ni se codifican por mucho tiempo.

Frente a un sistema que ya no cuenta con ningún código, como el capitalismo financiero contemporáneo, y que produce, a su vez, subjetividades consumistas, que no se estabilizan en ninguna creencia, sino en su yo, no alcanza, cuando un ismo combativo llega al Estado, ni con las posiciones económicas no ortodoxas ni con la apelación a que el Pueblo representado se identifique, más allá de su situación concreta, con el Pueblo irrepresentable (aunque ambas cosas, desde ya, sean mejores que sus contrarias).

El problema, volviendo la pregunta de ustedes, no es tanto si algo se mueve, sino que en el capitalismo todo se mueve todo el tiempo. Es necesaria, por eso, la producción de pensamiento (político, económico, social, jurídico), educación, cultura, ciencia y tecnología que sean capaces de entender el capitalismo, pero también de crear formas de vida en disidencia con él. Si algo no cambia en la historia del capitalismo es que convierte a todas las relaciones (entre los humanos entre sí y entre lo humano y lo no humano) en relaciones económicas.

“Cuando uno lee lo que escribieron sobre el fascismo y el nazismo, desde la posguerra, autores como Bataille, Benjamin, Horkheimer, Adorno, Brecht, Marcuse, Gramsci, Pasolini, Vittorini, Foucault, Deleuze, Guattari, Lacoue-Labarthe, Nancy, Kluge, Sontag, o Agamben, la pregunta que subyace en sus textos, la pregunta de fondo, es cómo no hacerse fascista”

Del menemismo a Abu Ghraib, vos trabajás la lógica de la explicitud, que vuelve indistinguible, incluso, si el placer o el dolor son auténticos o actuados. ¿Cómo leés, en esta lógica, los dispositivos del macrismo, sus montajes a la vista de todos, sus dispositivos como máquina eficaz construida “para el momento no político de la política: el voto”? ¿Es posible vincularlo al “momento menemista” o ves operaciones de otro orden?

Los dispositivos del macrismo, especialmente construidos para “el momento no político de la política: el voto”, tienen por receptor a un sujeto que sabe operar, a nivel privado, para la construcción de su yo, con esos mismos dispositivos. Este receptor, epocalmente narcisista, que le hace a otros, en las redes, lo mismo que otros le hacen a él (ofrecérseles para gustarles, decirles lo que quieren escuchar, mostrarles lo que quieren ver), no se piensa a sí mismo, a la hora de votar, como un sujeto manipulado. Ni politizado. La derecha piensa que todo votante, por su solo narcisismo epocal, es potencialmente de derecha. Esa es su ventaja absoluta: ella no busca que el votante se identifique con el Pueblo irrepresentable. Da por sentado que la mayoría de sus potenciales votantes no están politizados, que no tienen otro interés más alto que su yo y que no asocian su suerte y su desgracia, sobre todo, con los ismos políticos que gobiernan.

Cambiemos gana el ballotage, en 2015, mintiendo. Pero miente bajo el supuesto de que quienes lo van a votar saben, de antemano, que miente, pero que no les miente a ellos (les miente, en todo caso, a los mismos que les estaría mintiendo el otro candidato, cuando les promete que no va a tocar nada de lo bueno kirchnerista). Cuando finalmente asume el gobierno, Cambiemos hace lo que el Frente para la Victoria advertía, durante la campaña para el ballotage, que iba a hacer. Pero Cambiemos se comporta, de diciembre de 2015 hasta el presente, como si sus votantes siempre hubieran sabido, querido y esperado lo que él hace. Y como si fueran capaces, independientemente de cómo les vaya individualmente en lo económico, de asociar su suerte o su desgracia a factores independientes de las medidas del gobierno. Apela a que si quien consiguió un trabajo entre 2003 y 2015 no se lo atribuyó (y agradeció con su voto) al gobierno del Frente para la Victoria, sino a su propio mérito, esfuerzo y capacitación, si lo ha perdido entre 2015 y 2018, no le atribuirá su desgracia, rubricándola con un voto castigo, al gobierno de Cambiemos. Ahora bien: esta lógica tiene, desde ya, un límite temporal. Si la inflación no baja, el dólar, liberado, sube, las tarifas de los servicios están dolarizadas, el país ha vuelto a endeudarse, todos los días cierran PYMES y se pierden puestos de trabajo, es muy difícil que quien perdió su trabajo y no encuentra otro, por más que no culpe a Cambiemos, vuelva a votarlo. Salvo que la opción que se le presente con posibilidades reales de ganar, en ballotage o primera vuelta, sea muy parecida a Cambiemos.

No veo, en este sentido, una relación de repetición (o similitud) entre este momento, “el momento cambiemita”, y el “momento menemista”. La verdadera astucia de Menem, al crear un régimen de la apariencia que no tuviera resto (en el que ingresara también, como parte del fin de la historia, la Convertibilidad), era sustraerse de la crítica económica: los opositores, si aspiraban a ser gobierno, tenían que prometer más Convertibilidad, mientras criticaban, para diferenciarse, las imágenes explícitas de su fiesta.

 

En Alegorías de la derrota, Idelbar Avelar analiza la postdictadura desde un canon literario solidificado (Piglia, la universidad de las catacumbas, etc). En cambio vos trabajás sobre una suerte de “contra canon”: Fogwill, Benesdra, Rubio, Gambarotta, Cortiñas. Uriarte. ¿Por qué trabajar con estos autores?

Porque se han atrevido, a través de la escritura, a pensar de una manera políticamente descentrada. Pueden pensar lo que ellos no piensan, lo que ellos no son materialmente, lo que no comprenden o, incluso, lo que odian. Se salen de su centro. No se repiten a sí mismos en la escritura. Piensan, en términos literarios, lo otro de sí mismos. Se toman un riesgo enorme y no tienen miedo de que lo que piensan se los lleve, para siempre, de su centro, que no puedan volver al punto de partida, al lugar tranquilo del que se alejaron. Eso significa, para mí, pensar.

 

Foto de portada: Juan José Traverso

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Last modified: 3 agosto, 2020

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