Lucrecia Martel suele ser contundente cuando crítica un modo hegemónico de concebir y realizar cine, hoy encarnado y concentrado en la propuesta de Netflix. A veces le da un giro lúdico, pero en ningún momento deja de pensar en su cosmogonía, que pone en juego los esquemas sonoros por encima del determinismo retiniano, que no se ciñe a la tiranía de lo argumental-spoileable y que no se encorseta en una concepción del tiempo lineal.
“Estoy trabajando hace 8 años en un documental sobre el crimen de un dirigente indígena, Javier Chocobar”, adelanta por mail. Chocobar, de la comunidad tucumana Los Chuschagasta fue asesinado como una avanzada de los terratenientes para apropiarse de sus tierras. El homicidio, que puede verse en YouTube, insólitamente aún no tiene sentencia firme. Mientras fantaseaba con filmar El eternauta, y con Zama lejos del radar, Martel se acercó a la historia de Chocobar. En este momento está en proceso de filmación. En más de una ocasión, ha afirmado que en el cine hegemónico ya no importa ni el presente ni lo cuerpos, y este breve diálogo refleja esa preocupación.
Desde hace un tiempo ha tenido varias apariciones públicas (cartas abiertas o conversaciones públicas) en relación a la legalización del aborto. Teniendo en cuenta que siempre ha mostrado un bajo perfil, pero que a la vez ha tenido sensibilidad hacia la lucha frente al patriarcado (Rey Muerto) ¿cuál fue el detonante que la movilizó a unirse con otrxs artistas de su provincia para manifestar su opinión?
Muchos salteños estamos cansados de que se hable de Salta como si todos pensáramos igual. Es una provincia muy diversa. Los índices de violencia de género y crímenes de odio de nuestra provincia reclaman una reflexión que no puede surgir de los sectores conservadores. Eso está a la vista.
En la entrega de los Premios Fénix leyó un fragmento de un texto de Lohana Berkins. ¿Cuanto tiene que ver ese “ser libre, ser fuerte, ser desobediente” con aquello que usted denomina “la falla”?
Llamo “falla” a ese instante en donde percibimos el carácter artificial de lo que llamamos realidad. Los que defienden la tradición como una fuente de virtudes, consideran que hay un orden divino en el mundo del que no son autores. Es el Orden Natural. Tan natural como los duraznos al natural. El deber, para estas personas, es orientar la voluntad al mantenimiento de ese orden. Un orden muy curioso, donde el bienestar, los derechos, las virtudes, en fin, todo, les pertenece. En su mezquindad, no toleran la felicidad que crece por fuera, y pretenden someterla. No toleran que la realidad pueda ser una responsabilidad humana, de autoría humana, y que como comunidad humana debemos intentar que sea lo suficientemente flexible para que exista el Bien Común. ¿Y qué es eso? Una invención exquisita, una posibilidad de que el mundo no sea una sola cosa. De que sea una multiplicidad, y esa multiplicidad pueda convivir sin someter al otro. ¿Cómo se hace para llevar a cabo eso? Bueno, hace falta ser libre, ser fuerte, ser desobediente. Ser.
“Llamo “falla” a ese instante en donde percibimos el carácter artificial de lo que llamamos realidad”
En una entrevista que le hizo María Moreno a Lohana Berkins en 2005, le preguntó “¿por qué lucha? y ella respondió “yo lucho por mi propia comunidad”. Si le pregunto a usted lo mismo, ¿qué respondería?
Lohana luchaba. Sin ningún mérito para merecerlo nací del lado de los que comen todos los días, los que duermen bajo techo y no son perseguidos. Apenas me descarrié por enamorarme de una mujer. Por respeto a Lohana y a todas las personas que luchan, no puedo llamar a lo que yo hago “lucha”. Diría, converso para que el mundo sea más amable.
Usted siempre ha puesto énfasis en el sonido. Concretamente en sus trabajos, ¿piensa el sonido antes que la historia?
Una debilidad muy grande que tiene algo tan importante como la educación es que viene acompañada del olvido. Y a poco de andar, lo que aprendemos, que son invenciones nuestras, más o menos viejas pero nuestras, como el lenguaje, o la moral, en fin, a poco de andar se naturalizan. Y ya parece que existió desde siempre. Para recuperar esa potencia de la invención del mundo, es decir, la desnaturalización, es necesario hacerse unas herramientas a medida. A medida de nuestra particular estupidez. Pensar desde el sonido me ha permitido sacudir un poco mi propia estupidez, desnaturalizar un poco lo que parece tan fresco como una lechuga, tan verde, tan sano. El sonido es una herramienta para poder ver el argumento.
“Pensar desde el sonido me ha permitido sacudir un poco mi propia estupidez, desnaturalizar un poco lo que parece tan fresco como una lechuga, tan verde, tan sano. El sonido es una herramienta para poder ver el argumento”
En ese sentido, ¿cómo funciona el vínculo creativo con Guido Berenblum, el director de sonido con quien ha trabajado en todos sus largometrajes?
Conversamos mucho durante la escritura del guión. Incluso antes. Guido es muy sensible a las ideas interesantes. Como es muy difícil para mí saber cuándo una idea va a ser interesante, conversamos mucho, le digo todas las ideas que voy teniendo, sin ninguna vergüenza, y estoy atenta a las que lo encienden. Guido sigue sus pensamientos con el entusiasmo de un chico. Yo corro como Alicia detrás del conejo.
Siempre ha trabajado con la cotidianidad, bien detallada. ¿Cómo es para usted vivir la cotidianidad porteña hoy, que a mi criterio parece transformarse en una ciudad distópica?
Ah… no la percibo distópica. Buenos Aires tiene muchas ciudades superpuestas. Hay que elegir bien los horarios y las calles para entrar en una u otra. Respecto al sonido, vivo en un tercer piso en Villa Crespo. Una esquina muy transitada. Hay una parada de colectivos justo debajo de mi balcón. A la noche se pueden escuchar a las personas conversando en la parada. Es la distancia perfecta con la calle. Quizás estoy un poco bajo la influencia de las mujeres apoderándose de la calle. Es hermoso.
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Una conversación desde la falla